domingo, 23 de junio de 2013

Destino de los dioses


Ellos dijeron que este no era lugar para un héroe. Intentaron ahuyentarme con sus ademanes violentos y sus dientes amarillos y carentes de encías. Dijeron que el último que había pasado por ahí había empeorado las cosas, que en una zanja lo encontraron. Eso dijeron.
Decidí quedarme.
Las calles polvorientas aullaban suavemente, el quejido de un niño, la última gota del pozo secándose. Las ventanas se sacudían fuertemente. Me recordaban los gestos de los pueblerinos, todo en aquel lugar parecía querer que me fuera. Una anciana caminaba en mi dirección, la mirada perdida y los labios llenos de ampollas. No pareció notar mi presencia, pasó junto a mi ululando cómo un búho. 
Acaricié a Ginger en mi cintura. Pasé suavemente mis dedos por su pulida piel de nogal, podía notar su ansiedad. La vacía cuenca de mi ojo izquierdo escoció como de costumbre. Rasqué sobre el parche, sabiendo que no haría nada por ayudar.
Antes de que me diera cuenta, mis pies me habían llevado hasta el centro, dónde los matones pululaban. Un tipo me miraba desconfiado desde el porche. Bajo su brazo llevaba armamento pesado. Silbó para llamar mi atención y preguntó algo. No entendí de que se trataba, pero afortunadamente Ginger parecía tener la respuesta correcta, ya que el tipo se quedó callado.
No era justicia lo que buscaba. Nunca me preocupó la justicia. Quizás el tipo al que Ginger acababa de desgarrarle la cara tenía una familia, no me importaba realmente. Tampoco era paz. A veces creo que era todo lo contrario.
Las puertas dobles se abrieron de golpe y rápidamente el pequeño porche quedó atestado.
Algunos gritaban cosas, otros miraban de forma bastante grosera la sangre que Ginger acababa de derramar. Varios cañones me apuntaban, brillantes y fríos. Era lo único frio en esa imagen.
Una mano se alzó e inmediatamente los cañones bajaron. Era un tipo enorme. Algo tembló dentro de mí. En sus ojos lupinos pude ver la muerte de cientos, y algo tembló dentro de mí. No estoy seguro si fue miedo o algo más, algo más aterrador. Sea lo que sea, estoy seguro que sentí algo temblar dentro de mí. Y sonreí.
El monstruo bajó del porche y sus peludas botas grises levantaron el polvo de la seca calle. Ginger volvió a mi cintura, ansiosa por participar.
 Los ojos del monstruo se fijaron en los míos. Esta vez no hubo ningún temblor. Esta vez mi vida dependía de que no hubiera ningún temblor.
Pasaron los días, los meses y los años, y los ojos del monstruo, fijos en los míos, no parpadearon. Conté mis respiraciones, algo que solía hacer sin pensarlo. Uno. Dos. Tres. Cua…
Una lágrima cayó por mi mejilla, una lágrima ardiente y enorme. El círculo metálico había reemplazado a los ojos del monstruo. Una mirada igualmente terrible.
La roja lágrima caía de mi cuenca vacía y el escozor volvió, como siempre inoportuno. Me llevé los dedos al parche y rasqué sobre este, sabiendo que no haría nada por ayudar. Pero no estaba el parche. Sólo había un agujero. Un agujero ardiente y enorme.
Yo era el más rápido, siempre había sido el más rápido. Por algún motivo no estaba sorprendido. Fue la mirada… la lupina mirada. Ahora era el cañón negro, el que me miraba. Y algo tembló dentro de mi.

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