La sonrisa
despectiva y el pelo rosado de la joven me aterraron hasta los huesos. Vi
en sus ojos la promesa de cumplir un anhelo que venía cocinándose dentro de mí
por varios años.
Me quedé
tieso. No entendí lo que me dijo pero sus intenciones quedaron claras. Sus
amigas igualmente ataviadas y borrachas la llamaban desde la esquina,
apurándola.
El actor que
me interpretaría en la versión ficticia de mi vida hubiera dicho que sí, y la
hubiera seguido a ella y a su enjambre punk. Pero por algún
motivo tartamudeé algo ininteligible, di media vuelta y me alejé casi corriendo,
con el maletín aferrado entre mis brazos y el corazón en la garganta.
El viaje
camino a casa fue eterno e instantáneo. No recuerdo cuando me subí a mi auto.
No recuerdo cuando saqué las llaves de mi bolsillo y abrí la puerta de entrada.
No recuerdo cuando saludé a mi esposa.
Lo que
recuerdo de esa noche es estar desvelado mirando el techo, con la absoluta
certeza de que la libertad que tanto anhelaba, el Plan B que tenía dispuesto en
caso de que quisiera echar todo por la borda, me aterrorizaba.
Siempre había
creído que cuando quisiera podía arrepentirme, que no era muy tarde, que nada
era permanente. Ahogué unos sollozos para no despertar a mi esposa. Con la
respiración entrecortada y las mejillas húmedas, me levanté al baño para
lavarme la cara.
Cuando entré de
nuevo a la pieza me fijé en que mi ropa para el día de mañana estaba
cuidadosamente doblada sobre una silla, mi terno colgando del respaldo. Rodeé la cama y besé suavemente a mi
mujer en la frente.
Tratando de hacer el menor ruido posible, me acosté al lado de ella. Esa noche me dormí con una extraña sonrisa en el rostro.
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