lunes, 2 de septiembre de 2013

Por él

Era la quinceava vez que salía la cara de perfil de O’Higgins. No sabía mucho de probabilidades, pero sospechaba que no era normal.
“Si sale cara lo hago”.
Después de quince veces seguidas en que salía cara, resultaba difícil encontrar excusas. Cuando iba por la sexta cara seguida, sabía con absoluta certeza que siempre saldría cara. Eso no lo detuvo, tuvo que lanzar la moneda nueve veces más antes de que el temblor de sus manos le impidiera recogerla de la blanca melamina de su escritorio.
Bernardo miraba hacia la derecha. Cómo un inmóvil monumento de una promesa ineludible. Tuvo que apartar la mirada. Los bordes angulares de la moneda, el peso del cobre, la severa boca del primer presidente (eso creía por lo menos, no tenía idea de historia).
Su mirada cayó en el revólver que se hundía levemente sobre el plumón de su cama. El revólver que hace menos de dos horas estaba en una bolsa plástica en el basurero de la plaza de enfrente de su casa.
Tuvo que sostenerse sus manos entre sí para detener el temblor. Estaban frías. Frías y húmedas. Su frente estaba fría, su espalda estaba fría. Era pleno verano y nunca había tenido tanto frio.
Sin pensarlo, estiró su mano derecha hacia el revólver y antes de darse cuenta, lo sostenía, su índice en el gatillo. Le pareció que la distancia entre su mano y el revólver iba a ser más larga, que al llegar, quizás lo acariciaría antes de tomarlo, quizás no lo tocaría en lo absoluto y retrocedería. Pero su mano lo sostenía, sin saber cómo, su mano lo sostenía. Y calzaba. El peso calzaba, la rugosa superficie del mango calzaba, la frialdad del acero calzaba.
Los temblores de sus manos desaparecieron. El frío ya no le molestaba.
Con su otra mano, levantó la moneda una vez más. Vio en cámara lenta cómo caía sobre la melamina. Un rebote, dos rebotes, tres rebotes…
 Se sintió aliviado cuando vio de nuevo a Bernardo. Sabía que ya no podía hacer nada al respecto. El peso del arma en su mano le decía que ya no había vuelta atrás y necesitaba que el primer presidente le diera su aprobación una vez más. Sólo una vez más.

Guardó el revólver en su cinturón, por atrás, cómo había visto que hacían en las películas. Se puso su pasamontañas, sus botas pesadas y su chaqueta negra. Abrió lentamente la ventana de su pieza para no despertar a su hermano chico, y salió a la noche.