jueves, 25 de julio de 2013

Tragedia

Tres personas tenían los conocimientos técnicos para evitar la desgracia ese día. Si alguna de esas tres personas hubiera hecho su trabajo, no se habrían perdido todas esas vidas y las pequeñas comunidades agrícolas a los pies de la represa seguirían ahí.
Martín Tolosa era el técnico en jefe de la planta. Aunque no solía ser él el que se cercioraba de que los niveles de presión y altura en la represa estuvieran dentro de los seguros, solía hacer rondas, más por costumbre que por deber, por las salas de máquinas.
La noche anterior, su hijo menor, Gonzalo Tolosa, saliendo del bar Tropicalia, vio media cuadra más abajo a una pareja peleando a gritos. El hombre tenía sus puños levantados y parecía al borde de golpear a la mujer. Envalentonado por las tres cervezas que corrían por sus venas, se acercó, dispuesto a ser el héroe de la situación.
Lamentablemente, el hombre no era más que un proxeneta que la gritaba a su empleada, y cuando Gonzalo se acercó a defender a la dama, el proxeneta no dudó en sacar un cuchillo y clavarlo en el estómago de Gonzalo.
La mañana del desastre, Gonzalo se encontraba en el hospital San Enrique, siendo interrogado por la policía. Su padre, Martín, se encontraba en la sala de espera, preocupado por su hijo, sin saber que antes de que termine el día, esa sería el menor de sus problemas.
La segunda persona que podría haber detenido la rotura de la represa era Marisol Foncea. Marisol era encargada de la medición y control de cantidad de alcaloides en la planta. Esa mañana, ella se encontraba sin lentes, los había olvidado en la casa de Benjamín Farías.
Marisol y Benjamín se habían conocido en un sitio de citas por Internet, Quientebusca.com. La noche anterior al día del desastre, ellos iban al teatro municipal para ver una representación del Réquiem de Mozart. Marisol siempre había tenido un pequeño fetiche con los músicos de cámara. Ella estaba segura que no se lo había mencionado a Benjamín, así que tenía que ser una gran coincidencia que él la haya invitado a ese concierto. Con las hormonas revolucionadas y el confutatis en los oídos, Marisol propuso a Benjamín que se fueran a su departamento.
Luego de una noche de pasión, vino una mañana de vergüenza. Marisol tenía cómo política nunca acostarse con hombres en la primera cita. Se despidió del adormilado Benjamín y se fue directo a la planta. En el apuro, olvidó sus lentes de lectura sobre la mesita de noche de la habitación de Benjamín.
Sin sus lentes, Marisol no pudo leer el indicador que decía que los niveles de teobromina y feniletilamina eran mucho más altos de lo normal. Todavía avergonzada por lo ocurrido la noche anterior, decidió no pedir ayuda a nadie para no dar explicaciones.
Felipe Pérez era la última persona que podría haber hecho algo para evitar la tragedia. Felipe se encargaba de pasearse todos los días por sobre la represa, monitoreando en busca de grietas o anormalidades.
Felipe también era un ávido observador de aves. Siempre llevaba binoculares colgando del cuello y una cámara de fotos. Aprovechaba sus rondas sobre la represa para ver el vuelo de los pájaros y las nidadas de algunas águilas que solían vivir en los riscos sobre la represa.
Esa mañana no era la excepción. Felipe se turnaba entre mirar los cielos y mirar hacia abajo, hacia la represa. Un destello de color rojo captó su atención. Le pareció que podía tratarse de una bandurria de bandas rojas, un ave rarísima que nunca había sido vista por esas latitudes.
Felipe persiguió al inusual pájaro, corriendo por la represa. El ave desapareció entre los riscos y Felipe llegó al final de la estructura, un muro de piedra frente a sus narices. Felipe no se rendiría hasta haber obtenido una foto del ave. Los muchachos de la Asosiación Amateur de Observadores de Aves jamás le creerían que había visto una bandurria de bandas rojas sin evidencia fotográfica. Con una determinación absoluta, Felipe empezó a escalar el muro.
Era en esos momentos, mientras Felipe escalaba el muro, Marisol fingía poder leer los indicadores, y Martín estaba en la sala de espera del hospital San Enrique, en que los niveles de azúcares y teobrominas se dispararon, y causaron una enorme marejada que resquebrajó los muros de la represa.
El pequeño agujero, que goteaba lentamente un líquido de color café, pronto se hizo más y más grande. Bajo la represa había cientos de pequeñas comunidades agrícolas, que producían muchas toneladas de trigo al año. En esos momentos, los campos de trigo estaban listos para la cosecha y parecían eternos mares de color amarillo.
Felipe estaba a unos metros de la bandurria, a segundos de sacar una foto que le ganaría la envidia de todos los observadores de aves, cuando escuchó un estruendo. El ruido espantó al ave y Felipe casi se cae del susto.
Marisol estaba en la sala de máquinas cuando notó que una válvula de presión hacía un ruido inusual, un fuerte y agudo pitido. Cuando el temblor sacudió toda la represa, supo que algo andaba muy mal.
Martín conversaba con un médico del hospital San Enrique. Este le decía que su hijo, Gonzalo, había sido afortunado, ya que la cuchillada no había roto ningún órgano interno. Un ligero temblor sacudió el piso del hospital. Preocupado como estaba, Martín no se percató de nada.

Quizás fue el destino, o simplemente mala suerte. Si alguno de los tres eventos que impidieron que Felipe, Marisol y Martín hicieran su trabajo no hubiera ocurrido, todo sería distinto. Finalmente, la represa explotó con el ruido de un trueno, y un enorme rio de chocolate se derramó sobre los campos de trigo y ¡PAF!... nació Chocapic!

miércoles, 24 de julio de 2013

La segadora

Ella corría desesperadamente por las calles del centro. En su mano, apretujada, una bolita de papel amarillento. En el papel se leía lo siguiente, “Sebastián Ramírez Arriagada, Providencia 546, Jueves 04/02/2010 13:42”.
Si no llegaba a tiempo, Sebastián Ramírez Arriagada moriría en un unos cuantos minutos, igual que todos los demás antes que él. Pero esta vez llegaría a tiempo, lo podía sentir, esta vez llegaría y salvaría la vida de ese hombre.
La gente parecía no darse cuenta de lo desesperado de su situación. Nadie se apartaba cuando ella les gritaba, nadie la miraba, nadie preguntaba por qué corría así. Tenía que usar sus codos para abrirse camino a través de las apáticas muchedumbres.
El mensajero de la brillante sonrisa y suave voz la había llamado cómo siempre hacía, sosteniendo entre dos dedos una nota de papel, doblada a la mitad. El mensajero parecía siempre confiar en ella, sin importar cuantas veces había fallado, sin importar a cuantos había visto morir.
Ella sentía que agujas subían por sus piernas con cada paso. No estaba segura de cuánto más podría seguir. No sabía cuándo había empezado a correr, a cuántas direcciones había llegado segundos antes. ¿Llevaba quizás unas horas corriendo? No… tenía que ser más que eso. ¿Toda la mañana? ¿Unos cuántos días?
En realidad no recordaba ningún momento en el que no estuviera corriendo. Cuando se esforzaba veía destellos, el color de la espuma de las olas, el acogedor ruido que hacía la risa de un hombre.
 Tampoco recordaba su propio nombre. Había empezado a pensar en si misma con el nombre con que el mensajero la llamaba. No tenía mucho tiempo para preocuparse de esas cosas. Un hombre moriría si no llegaba a tiempo.
Miró a su derecha, vio el número 492 en bronce en la entrada de un complejo de oficinas. Estaba cerca.
Una masa de gente venía en su dirección. Les gritó que se apartaran, pero nadie reaccionó en lo más mínimo. Escondió la cabeza entre los brazos y sin frenar el paso, se estrelló de frente contra la muralla de cuerpos. El golpe fue terrible, sintió que se dislocaba un hombro y que se escapaba el aire de sus pulmones. No tenía tiempo para lamentarse, usando un brazo y luchando por respirar, se abrió paso.
Llegó al otro lado del montón de gente y lo vio al final de la calle. Un hombre en sus cincuenta, con pequeños lentes sobre el puente de su nariz y una boina color café. Se encontraba detrás de la vitrina de un quiosco en la esquina.
Con sus últimas fuerzas, corrió los diez metros que faltaban y llegó hasta Sebastián Arriagada, el quiosquero de Providencia.
Tuvo que apoyarse en el escaparate del quiosco para recuperar el aliento. Su brazo derecho colgaba inerte al lado de su cuerpo, un fuerte dolor en su hombro. El temblor incontrolable de sus piernas hacía que todo su cuerpo se sacudiera fuertemente. Se encontraba toda destrozada, pero había llegado a tiempo, finalmente había llegado a tiempo.
Sintió el suave toque de una mano sobre su hombro, y la preocupada voz de un hombre preguntando si se encontraba bien. Levantó la mirada y se encontró de frente con los inquietos ojos del quiosquero.
La cara del hombre sufrió inmediatamente una transformación. Un cambio que había visto cientos de veces, siempre terminando de distintas formas, todas terribles. Sorpresa reemplazó la preocupación en los ojos del hombre, seguido de un destello de reconocimiento. Luego el siempre temido terror, la señal de la derrota, cubrió sus facciones. El hombre apartó su mano de ella cómo si se hubiera quemado y la llevó a su pecho. Su otra mano se movía violentamente, tumbando las papas fritas y chocolates de los estantes del quiosco.
La cara del quiosquero se hinchaba y enrojecía mientras ella miraba con impotencia y gritaba angustiada por ayuda. Sebastián Ramírez cayó sentado sobre una pequeña silla mientras sus movimientos se hacían más lentos.
Nadie se fijó en la mujer que caía desconsolada de rodillas al piso, gritando y con una mano sobre la cara. Nadie se fijó en el hombre que moría de un infarto dentro de la caseta del quiosco. Nadie se fijó en la bolita de papel amarillento que se llevaba el viento.
Esta vez estaba segura que había llegado a tiempo. Esta vez tendría que haber sido diferente. ¿Quizás había hecho algo mal? No… Por algún motivo, siempre los que morían parecían reconocerla, y siempre parecían temerle. Quizás no tenía forma de prevenir las muertes. Quizás…
La suave voz del mensajero interrumpió sus pensamientos. Él sonreía mientras decía su nombre. Era una sonrisa comprensiva y alentadora. Una sonrisa que era una terrible señal de lo que se venía.
El mensajero sostenía entre sus dedos índice y pulgar una nota de papel doblada en dos. Mientras ella estiraba el brazo para recibir el temido papel, él decía su nombre. El nombre con que la llamaba.

“Memitim”.