miércoles, 24 de julio de 2013

La segadora

Ella corría desesperadamente por las calles del centro. En su mano, apretujada, una bolita de papel amarillento. En el papel se leía lo siguiente, “Sebastián Ramírez Arriagada, Providencia 546, Jueves 04/02/2010 13:42”.
Si no llegaba a tiempo, Sebastián Ramírez Arriagada moriría en un unos cuantos minutos, igual que todos los demás antes que él. Pero esta vez llegaría a tiempo, lo podía sentir, esta vez llegaría y salvaría la vida de ese hombre.
La gente parecía no darse cuenta de lo desesperado de su situación. Nadie se apartaba cuando ella les gritaba, nadie la miraba, nadie preguntaba por qué corría así. Tenía que usar sus codos para abrirse camino a través de las apáticas muchedumbres.
El mensajero de la brillante sonrisa y suave voz la había llamado cómo siempre hacía, sosteniendo entre dos dedos una nota de papel, doblada a la mitad. El mensajero parecía siempre confiar en ella, sin importar cuantas veces había fallado, sin importar a cuantos había visto morir.
Ella sentía que agujas subían por sus piernas con cada paso. No estaba segura de cuánto más podría seguir. No sabía cuándo había empezado a correr, a cuántas direcciones había llegado segundos antes. ¿Llevaba quizás unas horas corriendo? No… tenía que ser más que eso. ¿Toda la mañana? ¿Unos cuántos días?
En realidad no recordaba ningún momento en el que no estuviera corriendo. Cuando se esforzaba veía destellos, el color de la espuma de las olas, el acogedor ruido que hacía la risa de un hombre.
 Tampoco recordaba su propio nombre. Había empezado a pensar en si misma con el nombre con que el mensajero la llamaba. No tenía mucho tiempo para preocuparse de esas cosas. Un hombre moriría si no llegaba a tiempo.
Miró a su derecha, vio el número 492 en bronce en la entrada de un complejo de oficinas. Estaba cerca.
Una masa de gente venía en su dirección. Les gritó que se apartaran, pero nadie reaccionó en lo más mínimo. Escondió la cabeza entre los brazos y sin frenar el paso, se estrelló de frente contra la muralla de cuerpos. El golpe fue terrible, sintió que se dislocaba un hombro y que se escapaba el aire de sus pulmones. No tenía tiempo para lamentarse, usando un brazo y luchando por respirar, se abrió paso.
Llegó al otro lado del montón de gente y lo vio al final de la calle. Un hombre en sus cincuenta, con pequeños lentes sobre el puente de su nariz y una boina color café. Se encontraba detrás de la vitrina de un quiosco en la esquina.
Con sus últimas fuerzas, corrió los diez metros que faltaban y llegó hasta Sebastián Arriagada, el quiosquero de Providencia.
Tuvo que apoyarse en el escaparate del quiosco para recuperar el aliento. Su brazo derecho colgaba inerte al lado de su cuerpo, un fuerte dolor en su hombro. El temblor incontrolable de sus piernas hacía que todo su cuerpo se sacudiera fuertemente. Se encontraba toda destrozada, pero había llegado a tiempo, finalmente había llegado a tiempo.
Sintió el suave toque de una mano sobre su hombro, y la preocupada voz de un hombre preguntando si se encontraba bien. Levantó la mirada y se encontró de frente con los inquietos ojos del quiosquero.
La cara del hombre sufrió inmediatamente una transformación. Un cambio que había visto cientos de veces, siempre terminando de distintas formas, todas terribles. Sorpresa reemplazó la preocupación en los ojos del hombre, seguido de un destello de reconocimiento. Luego el siempre temido terror, la señal de la derrota, cubrió sus facciones. El hombre apartó su mano de ella cómo si se hubiera quemado y la llevó a su pecho. Su otra mano se movía violentamente, tumbando las papas fritas y chocolates de los estantes del quiosco.
La cara del quiosquero se hinchaba y enrojecía mientras ella miraba con impotencia y gritaba angustiada por ayuda. Sebastián Ramírez cayó sentado sobre una pequeña silla mientras sus movimientos se hacían más lentos.
Nadie se fijó en la mujer que caía desconsolada de rodillas al piso, gritando y con una mano sobre la cara. Nadie se fijó en el hombre que moría de un infarto dentro de la caseta del quiosco. Nadie se fijó en la bolita de papel amarillento que se llevaba el viento.
Esta vez estaba segura que había llegado a tiempo. Esta vez tendría que haber sido diferente. ¿Quizás había hecho algo mal? No… Por algún motivo, siempre los que morían parecían reconocerla, y siempre parecían temerle. Quizás no tenía forma de prevenir las muertes. Quizás…
La suave voz del mensajero interrumpió sus pensamientos. Él sonreía mientras decía su nombre. Era una sonrisa comprensiva y alentadora. Una sonrisa que era una terrible señal de lo que se venía.
El mensajero sostenía entre sus dedos índice y pulgar una nota de papel doblada en dos. Mientras ella estiraba el brazo para recibir el temido papel, él decía su nombre. El nombre con que la llamaba.

“Memitim”.

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