Ella corría
desesperadamente por las calles del centro. En su mano, apretujada, una bolita
de papel amarillento. En el papel se leía lo siguiente, “Sebastián Ramírez
Arriagada, Providencia 546, Jueves 04/02/2010 13:42”.
Si no llegaba
a tiempo, Sebastián Ramírez Arriagada moriría en un unos cuantos minutos, igual
que todos los demás antes que él. Pero esta vez llegaría a tiempo, lo podía
sentir, esta vez llegaría y salvaría la vida de ese hombre.
La gente
parecía no darse cuenta de lo desesperado de su situación. Nadie se apartaba
cuando ella les gritaba, nadie la miraba, nadie preguntaba por qué corría así.
Tenía que usar sus codos para abrirse camino a través de las apáticas
muchedumbres.
El mensajero
de la brillante sonrisa y suave voz la había llamado cómo siempre hacía,
sosteniendo entre dos dedos una nota de papel, doblada a la mitad. El mensajero
parecía siempre confiar en ella, sin importar cuantas veces había fallado, sin
importar a cuantos había visto morir.
Ella sentía que agujas subían por
sus piernas con cada paso. No estaba segura de cuánto más podría seguir. No
sabía cuándo había empezado a correr, a cuántas direcciones había llegado
segundos antes. ¿Llevaba quizás unas horas corriendo? No… tenía que ser más que
eso. ¿Toda la mañana? ¿Unos cuántos días?
En realidad no
recordaba ningún momento en el que no estuviera corriendo. Cuando se esforzaba
veía destellos, el color de la espuma de las olas, el acogedor ruido que hacía
la risa de un hombre.
Tampoco recordaba su propio nombre. Había empezado a
pensar en si misma con el nombre con que el mensajero la llamaba. No tenía
mucho tiempo para preocuparse de esas cosas. Un hombre moriría si no llegaba a
tiempo.
Miró a su
derecha, vio el número 492 en bronce en la entrada de un complejo de
oficinas. Estaba cerca.
Una masa de
gente venía en su dirección. Les gritó que se apartaran, pero nadie reaccionó
en lo más mínimo. Escondió la cabeza entre los brazos y sin frenar el paso, se
estrelló de frente contra la muralla de cuerpos. El golpe fue terrible, sintió
que se dislocaba un hombro y que se escapaba el aire de sus pulmones. No tenía
tiempo para lamentarse, usando un brazo y luchando por respirar, se abrió paso.
Llegó al otro
lado del montón de gente y lo vio al final de la calle. Un hombre en sus
cincuenta, con pequeños lentes sobre el puente de su nariz y una boina color
café. Se encontraba detrás de la vitrina de un quiosco en la esquina.
Con sus últimas
fuerzas, corrió los diez metros que faltaban y llegó hasta Sebastián Arriagada,
el quiosquero de Providencia.
Tuvo que
apoyarse en el escaparate del quiosco para recuperar el aliento. Su brazo
derecho colgaba inerte al lado de su cuerpo, un fuerte dolor en su hombro. El
temblor incontrolable de sus piernas hacía que todo su cuerpo se sacudiera fuertemente.
Se encontraba toda destrozada, pero había llegado a tiempo, finalmente había
llegado a tiempo.
Sintió el
suave toque de una mano sobre su hombro, y la preocupada voz de un hombre preguntando
si se encontraba bien. Levantó la mirada y se encontró de frente con los inquietos
ojos del quiosquero.
La cara del
hombre sufrió inmediatamente una transformación. Un cambio que había visto cientos de veces,
siempre terminando de distintas formas, todas terribles. Sorpresa reemplazó la
preocupación en los ojos del hombre, seguido de un destello de reconocimiento. Luego el siempre
temido terror, la señal de la derrota, cubrió sus facciones. El hombre apartó
su mano de ella cómo si se hubiera quemado y la llevó a su pecho. Su otra mano
se movía violentamente, tumbando las papas fritas y chocolates de los estantes
del quiosco.
La cara del quiosquero se hinchaba y enrojecía mientras ella miraba con impotencia
y gritaba angustiada por ayuda. Sebastián Ramírez cayó sentado sobre una
pequeña silla mientras sus movimientos se hacían más lentos.
Nadie se fijó
en la mujer que caía desconsolada de rodillas al piso, gritando y con una mano
sobre la cara. Nadie se fijó en el hombre que moría de un infarto dentro de la
caseta del quiosco. Nadie se fijó en la bolita de papel amarillento que se
llevaba el viento.
Esta vez
estaba segura que había llegado a tiempo. Esta vez tendría que haber sido
diferente. ¿Quizás había hecho algo mal? No… Por algún motivo, siempre los que morían parecían
reconocerla, y siempre parecían temerle. Quizás no tenía forma de prevenir las
muertes. Quizás…
La suave voz
del mensajero interrumpió sus pensamientos. Él sonreía mientras decía su
nombre. Era una sonrisa comprensiva y alentadora. Una sonrisa que era una
terrible señal de lo que se venía.
El mensajero
sostenía entre sus dedos índice y pulgar una nota de papel doblada en dos.
Mientras ella estiraba el brazo para recibir el temido papel, él decía su
nombre. El nombre con que la llamaba.
“Memitim”.
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